El registro de los brutos nacionales o importados, en nuestra
capital no es abundante; pero excepcionalmente este par de visitantes lo fueron
a carta cabal. Anunciaron, estos personajes, el espectáculo de su invención, en el centro
de nuestra Plaza de Bolívar a mediados del siglo XIX. Amarraban los acróbatas un fuerte cable tensado
desde lo más alto de una de las torres de la catedral y al otro extremo, en
tierra, ataban a un gancho cerca a la base donde hoy se encuentra el pedestal de la estatua de Bolívar.
Nuestro personaje, en
mención, era un peruano que andaba con un mejicano anunciando la proeza de lanzarse por los aires suspendido
de un pequeño soporte con un armazón de tubo de caña. Cobradas las entradas en
las cuatro esquinas de la Plaza, cierta tarde convenida, se deslizó a gran velocidad despidiendo chispas
y humo. Con los brazos extendidos y un
par de trapos rojos bajó como alma que lleva el diablo, para ser detenido por
sabanas colchones a su llegada aparatosa. Concluyó su espectáculo acompañado de carcajadas
y aplausos. Pero como el que es caballero repite, se elevó de nuevo llevando en
brazos un pesado cañón cargado de pólvora que en esta segunda vez disparó a
medio camino. Eso tuvo consecuencias inesperadas pues chamuscó a muchos
espectadores en medio de gritos que luego de la trepidación, le vieron girar y
oscilar como una endemoniada
rodachina. En el piso le ayudaron
a levantar en medio de rechiflas y protestas, no se supo finalmente quienes
fueron más brutos, los acróbatas o el público que por hacerse demasiado cerca
resultó con quemaduras.
(Recuerdos de lo leído en Reminiscencias de Bogotá de
Cordovez Moure)